Arte y terrorismo visual

Cyber-Gioconda, de Alejandro Burdisio

(Por José Gómez Isla)

(…) La mayoría de los medios masivos de difusión de imágenes, como el cine, la televisión o Internet, se han ido adueñando paulatinamente de esa parcela social abandonada por el arte plástico y que la sociedad ha ido demandando crecientemente, no tanto como medio de conocimiento, sino fundamentalmente como medio de entretenimiento y evasión en nuestra mal llamada “cultura del ocio”. La narrativa, erradicada de la escena plástica del período vanguardista de entreguerras, ha vuelto ha cobrar carta de naturaleza en la nueva escena mediática.
Pero no es que únicamente el arte haya perdido protagonismo frente a los medios de masas que son capaces de llegar más directamente al público actual. Además de ello, esa demanda masiva de imágenes generadas mediante otros medios visuales ha condicionado, por contagio, nuestra manera de leerlas y consumirlas desde otros foros de expresión y comunicación. Irremediablemente esto ha provocado en el entramado social una paulatina pérdida de la capacidad de contemplación y de emoción de las imágenes artísticas que antaño fueron objeto de culto, tanto en el templo como en el museo. En este sentido, Walter Benjamin ya analizaba ese vanidoso esfuerzo del arte de finales del XIX por llegar a una mayor cantidad de público, donde el valor exhibitivo ganaba terreno en detrimento del valor cultural: “La contemplación simultánea de cuadros por parte de un gran público, tal y como se generaliza en el siglo XIX, es un síntoma temprano de la crisis de la pintura, que en modo alguno desató solamente la fotografía, sino que con relativa independencia de ésta fue provocada por la pretensión por parte de la obra de arte de llegar a las masas” (1). Frente a la contemplación detenida y la emoción contenida (situándonos frente a una obra de arte con una actitud de recogimiento casi místico, que implicaba sustraerse al mundo real) y que era capaz de elevar nuestra alma a otras esferas de conocimiento espiritual, desde mediados del siglo XX otra tendencia alternativa va ganando exponencialmente más adeptos en favor de una contemplación más aséptica, atropellada e irreflexiva de las imágenes. La mirada contemplativa se ha visto rápidamente sustituida por el concepto de “visión” o “visionado” de fugaces percepciones visuales en la sociedad de consumo. Es sintomático que hoy solo nos limitemos a echar vistazos superficiales a la mayoría de las imágenes sin detenernos más de lo necesario a degustarlas visualmente, puesto que esto nos impediría consumir otras imágenes de igual valor, aunque no sepamos ya jerarquizar a ciencia cierta su orden de importancia. El aturdimiento provocado por el consumo masivo de estímulos visuales nos impide discernir a qué tipo de imágenes deberíamos prestar más atención, ante el actual bombardeo mediático. Esto ha impuesto una aceleración en nuestro modo de mirar que también se ha hecho notar en nuestra manera compulsiva de visitar los museos, sobre todo los de arte contemporáneo. En las galerías y museos actuales ya apenas somos capaces de fijar nuestra mirada; tan sólo nos limitamos a hacer barridos visuales de reconocimiento siendo capaces incluso de ver una exposición caminando, sin perder el paso, echando ojeadas exploratorias (como un radar de rastreo) sin detenernos a contemplar los matices de la ejecución de las obras, aquella pincelada sutil o rotunda, aquel acabado o aquella huella que el artista imprimió sobre la materia prima.
Quizás lo único que actualmente es capaz de provocar pequeños destellos de atención es el puro impacto psicológico que nos contagian las noticias e imágenes difundidas por los medios visuales de comunicación. Su resplandor reverbera como el de una estrella fugaz, cuya estela nos deslumbra sólo momentáneamente, aunque enseguida pierde fuerza y vigencia. Lo nuevo se torna rápidamente obsoleto -envejece mal-, y esto hace que necesitemos visualizar compulsivamente nuevas imágenes de consumo rápido. Nuestros ojos se han acabado convirtiendo en órganos bulímicos que necesitan ser alimentados constantemente ante su insaciable apetito visual. En este sentido, para D’ Ors Führer, existe una clara diferencia entre nuestra manera de ver las artes plásticas tradicionales (pintura, escultura, arquitectura, cerámica, etc.), respecto a las artes visuales (fotografía, cine, comic o publicidad) engendradas en buena medida por los recursos de la Industria. Para él, “las artes plásticas (...) tocan o acarician la sensibilidad del hombre en el aspecto intelectual y espiritual, mientras que las artes visuales golpean los sentidos en el aspecto sentimental o psicológico” (2).
La actriz Maribel Verdú, retratada por el
fotógrafo Iván Hidalgo y el pintor Alejandro Marcos,
parte de la muestra sobre violencia contra la mujer
titulada "18 segundos"

En este último cuarto de siglo, pero sobre todo con mayor intensidad en la década de los 90 que acaba de tocar a su fin, el arte plástico se ha contagiado de esta celeridad de consumo visual que han impuesto los medios de comunicación de masas. Conscientes de su falta de competitividad respecto a las estrategias y la omnipresencia de los mass media, las corrientes artísticas de esta última década han decidido unirse a su enemigo y utilizar las mismas armas de combate que despliegan el cine, el video, la televisión o el ordenador desde sus omnipresentes pantallas. Por tanto, a poco que nos paremos a reflexionar y analizar el corpus artístico de estos últimos años, no podemos pasar por alto el creciente protagonismo de las técnicas usurpadas de los mass media y de las nuevas tecnologías de la comunicación. Con el perfeccionamiento y la fácil manipulación de las imágenes de registro, (3) estas nuevas tecnologías han pasado a estar indisolublemente unidas a las tendencias actuales más innovadoras y transgresoras. En muchas ocasiones, las nuevas estrategias artísticas se han preocupado por cómo conseguir impresionar a su audiencia con contundentes mensajes (lo más directos posibles) que golpeen impíamente sobre la psicología del espectador. Esto ha desembocado inevitablemente en una creciente barbarie y un batiburrillo demoledor en lo que a la utilización de las técnicas de registro se refiere, donde ya no impera la belleza y la calidad estética de una imagen sino únicamente el morbo, la ocurrencia y el golpe de efecto. Quizás este impacto psicológico -fundado por la sensación de realidad que inauguró el medio fotográfico- se haya trasladado definitivamente al arte contemporáneo incorporando o elevando el llamado punctum barthesiano a un nuevo tipo de categoría estética. En una imagen de registro, según Roland Barthes, el punctum es aquello que no está codificado y que, frente al studium, nos es imposible analizar: “La incapacidad de nombrar es un buen síntoma de trastorno” (4). Por tanto, ese punctum psicológico de una imagen se podría definir como aquello que nos punza, que nos trastorna, que nos deja mudos y sin capacidad de análisis. Precisamente, esa pérdida de nuestra capacidad crítica, en tanto que espectadores pasivos ante las hipnóticas imágenes de registro, es la circunstancia idónea que los mass media aprovechan para lanzarnos sus hordas de sensaciones e impactos visuales que logran aturdirnos con sus dardos anestesiantes. Como decía Paul Virilio, se trata de “sobresaltar al otro, electrocutarlo, desactivarlo. El terrorismo no es sólo un fenómeno político, es también un fenómeno artístico. Se da en la publicidad, en los media, en el reality show, en el media pornográfico. (...) El puñetazo es el inicio de la comunicación: es un puñetazo lo que devuelve a la realidad cuando se carece de palabras. El arte está ahora en ese punto. La tentación terrorista del arte se ha establecido en todas partes”. (5)

(…)

La masacre de la escuela Columbine, recreada
con estética de video games de los '80 por
Jon Haddock

Por todo ello, muchos de los creadores de los 90 no solamente adoptan el modus operandi que les ofrecen las técnicas audiovisuales sino que utilizan los mismos canales de difusión para hacer llegar sus obras al gran público. Desde este punto de vista, el valor mediático valora a veces con creces al valor artístico de una obra. Cuanto mayor sea su impacto visual, a menudo mediante felices ocurrencias que se agotan en sí mismas, mayor será el valor mediático de la obra per se. A veces ese valor mediático aumenta exponencialmente, expoliado por la truculenta, escandalosa o trágica vida de su creador, cuando consigue entrar en la maquinaria incontrolada de la mitomanía. La década de los 90 está plagada de ejemplos de este tipo. No hay que olvidar el tipo de estética kistch que invade las obras de Jeff Koons, realizadas en colaboración con su ex mujer, Cicciolina, aprovechando el escándalo y el tirón mediático de su boda y su fama como porno-star. De igual forma, la fotografía de Robert Mapplethorpe han llegado a alcanzar precios exorbitantes, no sólo por el escándalo asociado a los temas sexuales que trata sin pudor alguno, sino por su condición de artista maldito aureolado por el sida. De igual forma, los motivos morbosos del fotógrafo Joel-Peter Wittkin, estéticamente alterados mediante una iluminación barroca, la técnica del blanco y negro y el retoque fotográfico, han hecho que sus imágenes a menudo fuesen más conocidas a través de los medios de información que de las exposiciones y las revistas especializadas. Finalmente, y como ejemplo paradigmático, no podemos pasar por alto la utilización mediática de la artista Orlan en sus performances. Utilizando su cuerpo y su rostro como campo de acción de sus creaciones, Orlan se ha sometido a un buen número de intervenciones quirúrgicas para modificar su aspecto mediante la cirujía plástica. Nada tendría de particular respecto al resto de las operaciones habituales practicadas diariamente en los quirófanos, si no fuese porque estas intervenciones son retransmitidas en directo para deleite del público asistente mediante la telepresencia y la grabación vigilante de la cámara de video. Utilizando en sentido literal la acepción inglesa del self-made-woman, Orlan convierte así las operaciones y la transformación continua de sus rasgos en una performance constante con la que articula su particular discurso expresivo.
Sin cuestionar la capacidad creativa ni el valor expresivo de las obras citadas, lo constatable en todos y cada uno de estos caso es que, cuanto más sobrecogedor y directo sea el producto artístico que se muestra a través de los canales audiovisuales, más puntos suben las acciones de una obra en el parquet bursátil artístico; un valor que ahora tiende a confundirse casi siempre con el mediático, y en no pocas ocasiones, con el nivel de calidad de la obra.

(…)

Notas:
1) Benjamin, Walter. “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica” (1936), en Discursos Interrumpidos I, Madrid, Editorial Taurus, 1973, página 45.
2) D’ Ors Further, Carlos. “Muerte de las artes plásticas o apogeo de las artes viduales”, en Diálogo filosófico, número 11, Madrid, Editorial Encuentro, mayo/agosto 1988, página 186.
3) Entendemos por imágenes de registro todas aquellas que han sido producidas por medio de la captura de un fragmento de la realidad a través de una cámara o sobre un soporte fotosensible, magnético o digital, es decir, la fotografía, el video, el cine o el ordenador.
4) Barthes, Roland. “La Cámara Lúcida. Notas sobre la fotografía”, (1980), Barcelona, Ed. Paidos, 1990, página 100.
5) Virilio, Paul y David, Catherine. “Alles ferting: se acabó. (Una conversación)”, en Acción Paralela, número 3, Madrid, Ed. Asociación Cultural Acción Paralela, 1997, página 26 y 27.


(Fragmento de un artículo de José Gómez Isla, titulado Animales Mediáticos - El papel del arte en la cultura de masas).

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